Platicando con nuestros
hijos nos dimos cuenta que para ellos es difícil comprender que hubo una
época donde las mujeres se casaban siendo casi unas niñas y por lo tanto
dejaban de estudiar, de prepararse académicamente o de ingresar al mundo
laboral. Es así porque, en otros tiempos, la vida de la mujer se definía
por el matrimonio y la maternidad.
Ciertamente, el mundo de
nuestras abuelas es diferente al mundo de la mujer de hoy.
La pregunta actual que
muchas madres nos hacemos es: ¿podemos las mujeres aceptar el rol de la
maternidad con tanta naturalidad como lo hacían ellas?
La práctica clínica
continuamente nos demuestra que las mamás llegan al consultorio
terriblemente angustiadas por ejercer el papel de la "madre
perfecta", fantaseado desde una perspectiva que no tiene que ver con
la realidad, con autoexigencias que son poco comprensibles y que
ciertamente complican su desarrollo y convivencia familiar, pero, sobre
todo, que le impiden gozar de la belleza natural que significa criar a cada
hijo y disfrutar de ese amor incondicional que sólo los hijos son capaces
de regalarnos.
En la actualidad, muchas
mujeres se llenan de mil y un manuales sobre su papel de la crianza en los
hijos (yo escribí uno junto con Mayela Moreno), se obsesionan con una
teoría escrita y se olvidan de escucharse a sí mismas y de hacer caso a su
intuición.
Ser madre significa
revisar continuamente nuestro interior, reflexionar sobre nuestro mundo
interno, vivirnos como madres, revivirnos como hijas. Se puede aprender
mucho más de la propia experiencia infantil, es decir, de lo vivido y lo
sentido en la infancia, para poder así entender a nuestros hijos, aunque,
fundamentalmente cada uno de nosotros hemos aprendido cosas de vital
importancia jugando "a la mamá" cuando éramos pequeñas. Así es,
dentro de nosotros existe una niña que cargó en sus brazos a su muñeca, que
la arrulló y la acurrucó en su regazo, que jugó a darle de comer, a
bañarla, y a dormirla. Que la cuidó, del mismo modo que ella fue cuidada.
D.W. Winnicott, un prestigiado
sicoanalista inglés, sostiene que no se necesita ser una madre muy culta, o
llena de títulos, para hacerse cargo de su bebé, sino que se necesita ser
una madre suficientemente buena.
Una madre suficientemente
buena suena mucho mejor que una madre perfecta, porque cabe recordar que lo
bueno es enemigo de lo perfecto. Para Winnicott una madre natural se
refiere a la madre que se identifica con su bebé y, subsecuentemente,
promueve su crecimiento y desarrollo integral como persona.
Es aquella que sabe amar
de manera incondicional, "ama por lo que cada uno de sus hijos es, no
por lo que desea que sean". Amar y criar implican reconocer y tolerar
los defectos y cualidades de sus hijos, aceptando su derecho a ser
diferentes o aprendiendo a tolerar que quizá tenga los rasgos que más le
desagradan de sí misma.
Significa también saber
acompañarlo en sus emociones positivas y negativas, y confortarlo; se lee
sencillo, pareciera ser hasta trillado pero "amar tan sólo porque eres
tú" es todo un arte que se construye en el día a día y que muy pocos
padres llevan consigo.
Amar a los hijos implica
amarlos por lo que "son", no por lo que "hacen".
Una madre suficientemente
buena no confunde el amor con los excesos, los hijos esperan de nosotros
límites, es más, los necesitan. Poner límites a los hijos significa
ayudarlos a organizarse interiormente y a adaptarse al mundo en el que
vivirán. La disciplina es el segundo regalo más importante que los padres
pueden hacerle a su hijo, el amor siempre será el primero. La seguridad que
un niño encuentra a través de la disciplina es fundamental, ya que sin ella
no hay límites. Disciplinar es enseñar, no castigar. Hay "amores que
matan", como todo aquel amor que lleva al sacrificio excesivo o el
amor sobreprotector que ahoga a los hijos. Por ello, una madre
suficientemente buena sabe poner disciplina lógica a sus hijos de forma
consistente y predecible.
Una madre suficientemente
buena tiene cuidado de sí misma y toma en cuenta sus necesidades. Es decir
que no se explica a sí misma la maternidad como un acto de extremo
sacrificio. Busca su desarrollo personal, familiar y con su pareja teniendo
en cuenta que los hijos crecen y son dueños de su propia vida.
Por esto, es capaz de
promover la independencia en sus hijos y en cada retorno recibirlos de
manera confortante. Se siente orgullosa de cada uno de sus hijos, construye
su autoestima, no ignora los triunfos de ellos ni tampoco los devalúa,
mucho menos los destruye o los denigra con malos comentarios, palabras
ofensivas e hirientes. Asimismo, reconoce los triunfos de sus hijos como
suyos, no como triunfos personales.
Una madre suficientemente
buena es capaz de calmar y apaciguar a sus hijos, de ponerles en palabras
que en la vida uno "puede recuperarse" de los tropiezos y
adversidades, y "disfrutar" de aquello que se tiene y que se
logra. Nunca podremos evitar el sufrimiento a nuestros hijos, pero podremos
estar ahí para consolarlos y enseñarles así a recuperarse y enfrentarse a
la vida.
Una madre así nunca
abandona, ni amenaza con abandonar a sus hijos cada vez que siente que
ellos no son conforme sus deseos y necesidades.
Es capaz de creer en la bondad de sus hijos y de
transmitirles confianza frente a la vida, reconoce sus capacidades,
anhelos, sueños, y sabe que los hijos aprenden todo de nosotros pero que
podemos ser también capaces de aprender de los hijos. Su mayor legado será
que sus hijos sean amados por otros. Ayuda a sus hijos a reconocer y a
manejar celos y rivalidades, y lo más importante, les enseña a sus hijos
que su corazón es un multifamiliar en el que caben muchos otros corazones.
Por esto, para ejercer con naturalidad la maternidad, es
importante definir qué es lo que esperamos: ¿esperamos ser mejores madres
que.? ¡Nunca ser como...! Es decir, reconozcamos lo que esperamos de
nosotras mismas como madres y de nuestros hijos hacia nosotros; a veces
queremos que nuestros hijos nos salven de la soledad, del dolor, que nos
ahorren trabajo, que nos mantengan lo suficientemente ocupadas para no
voltear hacia nuestro interior, que se conviertan en personas que admiramos
o que se conviertan en un reflejo de nosotras mismas. Muchas son las
posibilidades, como muchas son las madres.
No hay madre perfecta y
todas podemos tener estas expectativas, lo importante será entonces
reconocerlas y no actuar en consecuencia imponiendo a nuestros hijos un rol
definido. En resumen, una madre natural:
1. Define expectativas
sobre cada uno de sus hijos: las reconoce y en la medida en que son más
claras sabe estar con sus hijos.
2. Identifica metas
propias y expectativas sobre sí misma: no se puede exigir y autorealizarse
por lo que uno no es.
3. Acepta la retroalimentación
de los otros, eso incluye la capacidad para saber disculparse cuando su
comportamiento ha sido inapropiado.
Recapitulando, la
maternidad es entonces una gran paradoja, permanecer cerca de los hijos
para que entonces ellos puedan alejarse confiadamente hacia su propia vida.
Seguir su camino y poder
decidir su propio deseo de ser madres y padres.
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